Ir. Venir. Volver.

Tengo un dilema constante cuando me arriesgo a escribir sobre un lugar o un escena particular de la vida cotidiana. Si estoy en el lugar, intentar narrarlo desde alguna suerte de objetividad de la experiencia me parece extraño, un poco ajeno. Si, por el contrario, escribo desde el recuerdo, me siento un poco más dueña de las imágenes, de los lugares, de los momentos.

Pensaba en eso porque ahorita me paré a fumar a la ventana y mi perspectiva de la calle y de ese momento particular del día era tan clara, que quise tomarle una foto y enviársela a él. Estaba perfecto. Ese clima helado heladísimo, ese vientico, el ruido de los carros, la abrumadora-bruma, el color gris-azulado de la entrada de la noche. Era para una fotografía perfecta, clarísima, diciente, simbólica. Pero entonces pensaba: ¿qué le hubiera podido contar de eso si le mandaba la foto, qué tanto podría distorsionar o enriquecer la imagen -para mí autosuficiente- con las palabras que hubiera usado? Depronto sí, depronto hubiera podido particularizarla, como trato muchas veces. Pero no, en ese momento sentí que el momento tenía que ser y dejar de ser ahí mismo, apenas cayera completamente la tarde, y que nadie -ni yo- podía intentar retenerlo en una imagen estática. He tenido esa inquietud muy presente acá. He tomado muy pocas fotos porque apenas voy a sacar la cámara, a enfocar la imagen o a hacer click, siento que no es el momento todavía. Es extrañísima esa sensación, pero me gusta.

Hablaba con C. de los extraños laberintos que toma la conciencia para construir memoria. Hablábamos de la memoria sin recuerdo, es decir la sensación de llegar a un lugar completamente nuevo y sentirse, de inmediato, parte de él, de su historia, de sus calles, de sus memorias, sin haber estado nunca antes allí. Pensaba entonces en una idea del recuerdo como algo universal, no únicamente mediado por los hechos prácticos y las reminiscencias físicas, sino por una suerte de categoría del pensamiento mucho más amplia, mucho más avasalladora. Sentirse como en casa sin estar en casa plantea un mundo absolutamente inabarcable de emociones que me es difícil describir y comprender en este punto de mi vida. Empezar a estar de paso desde ahora y por el resto de mi existencia cuestiona una cantidad innombrable de postulados e ideas que habían marcado todas mis experiencias pasadas. Ahora se trata de ser un pasajero eterno. Se trata de hacer del viaje una nueva cotidianidad. La extranjería empieza a hora y, como le decía a C., probablemente nunca se irá, nisiquiera cuando vuelva a mi casa. Ya no será mi casa, ya no seré yo su estática habitante, ya nunca volveré a ser una ciudadana circunscrita a un lugar específico, a una nacionalidad, a un país, a una ciudad, a un hogar. La categoría, hasta hace unas semanas segura e inamovible, del hogar está cambiando radicalmente de sentido, desde hoy y para siempre.

Cada espacio nuevo que descubro en Buenos Aires me habla de todo esto. Cada calle, con la historia y la ficción que la constituye, me habla de mí misma en el plano del viaje eterno. Tener que apropiarme de un nuevo espacio, de una nueva rutina y ritmo de vida me resulta impactante. ¿Qué es habitar, que es poseer un espacio físico? El recorrido es una ilusión, el viaje y la conquista del espacio ganan significado sólo en la medida en que son un acto consciente, encaminado a apropiarse, verdaderamente, de la ciudad; no sólo como geografía, sino en su totalidad marcada por el fragmento, el instante, la pieza informe del rompecabezas inacabado que es el mundo.

Perec escribe:

O bien arraigarse, encontrar o dar forma a las raíces de uno, arrancar al espacio el lugar que será el nuestro, construir, plantar, apropiarse milímetro a milímetro de la propia cosa: pertenecer por entero a nuestro pueblo, saber que no es de la región de Cévennes o de Poitou. O bien no llevar más que lo puesto, no guardar nada, vivir en un hotel y cambiar a menudo de hotel y de ciudad y de país; hablar, leer indiferentemente cuatro o cinco lenguas; no sentirse en casa en ninguna parte, pero sentirse bien en casi todos los sitios.

El viaje presenta así la dicotomía entre conquista y percepción. El viaje predispone a la transición, al movimiento y, de alguna manera, al cambio. El viaje implica, casi que necesariamente, una predisposición a la contingencia.Encuentro entonces una correspondencia muy clara entre el viaje y la escritura en este momento de mi vida. Es justamente esta metáfora del viaje físico la que me sirve ahora para ilustrar el proceso humano que ocurre en su afán de conquista de un espacio del que no es consciente que es autor: se trata entonces de re-poseer lo que en principio, y sin esfuerzo, le es propio. Lo mismo sucede en el viaje interior, expresado mediante el acto de la escritura: posiblemente no se trata de asir la totalidad, el espacio absoluto e íntegro que en su sed ciega de posesión cree que debe conquistar; es, por el contrario, una exploración geográfica del instante, del fragmento, de la propia voz.

 
 
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